Tras expulsar a los embajadores sirios de los países europeos y EE.UU. en protesta por las masacres diarias que se le atribuyen al régimen dc Bashar al-Assad, Occidente no sabe ahora cuál será su próximo paso, al contrario de lo que hizo con la Libia de Gadafi, a la que atacó para apoyar a unas fuerzas rebeldes surgidas de la nada.
Occidente presiona a Rusia y China para que condenen el régimen sirio en el Consejo de Seguridad de la ONU y abran la puerta a una posible acción militar de apoyo a los insurgentes.
Pero los occidentales no parecen realmente dispuestos a aprovechar esa opción: el ejército sirio es muy poderoso, nadie quiere exponerse a sufrir bajas, y la insurgencia no es de fiar.
Barack Obama, que afronta preocupado la elección de noviembre, teme iniciar otra guerra para salvar civiles, como hizo su país en Bosnia y Kosovo hace dos décadas.
Obama ganó las elecciones de 2008 presentándose como enemigo del belicismo republicano, pero continuó todas las guerras y acciones justicieras heredadas. Empezar una nueva sería preocupante para su reelección.
Además, todo Occidente tiene mala conciencia porque el laicista Al-Assad, miembro de una secta cercana al chiísmo, y minoritaria como son los cristianos, se enfrenta a fanáticos sunitas cercanos a Al-Qaeda que podrían masacrar a los disidentes.
Unos rebeldes que no parecen gozar de gran apoyo popular: sus levantamientos son en áreas geográficas reducidas, no en todo el país, y sus numerosos atentados, de los que sistemáticamente acusan al Gobierno, son monstruosos e indiscriminados.
Así las cosas, la parte menos fanática del pueblo organiza manifestaciones de apoyo al régimen: cree que Al-Assad, siendo brutal, lo es menos que los insurgentes, que no prometen una “primavera árabe”, ni siquiera como propaganda, sino mayor fanatismo.
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