Debería crearse una palabra más fuerte y acerada que la de linchamiento para definir la horrible muerte de cincuenta palestinos que, hasta ahora, han sido despedazados uno a uno en los dos últimos meses por otros palestinos, adultos y niños, como sospechosos de colaborar con los israelíes.
A finales del siglo XVIII el terrible juez estadounidense Charles Lynch, aportó su apellido a esta ignominia perpetrada por manadas de justicieros expeditivos, pero menos sádicos que estos descuartizadores de seres humanos: se limitaban a colgar a las víctimas.
El caso actual es una horrible infamia que muchos medios informativos tratan de atenuar o ni siquiera le prestan atención.
Las televisiones, que obtienen audiencia con imágenes terribles, se atreven a mostrar solo parte de los espectáculos: cuando la jauría arrastra por las calles las piltrafas de los linchados.
Por piedad con los espectadores no divulgan cómo se les arranca la carne y los ojos a esos pobres seres, cómo se les extraen sus órganos con las manos para, después de la larga agonía, matarlos a patadas y rematarlos a tiros, antes del arrastre.
Los linchados, además, no suelen ser espías, sino objeto de venganzas personales o de la ambición de quien quiere sus bienes. Y allí están, padres patriotas y piadosos, enseñándole a sus hijos el odio para desollar.
Hay clérigos islámicos que predican el martirio, para lo que envuelven en bombas a jóvenes creyentes. Pero esos son asesinos; los verdaderos mártires son los linchados.