El turista español en Nueva Zelanda se topó con unos maoríes que le demostraron conocer su país: “Sipaynia, Sipainia, ole, matador, toro, toro”, rugían entre espectaculares danzas y una imitación de zapateado.
Le habían hecho lo mismo los nativos de Laponia, Suráfrica, Brasil, Japón, EEUU y China. Por ser español lo tomaban por gitano o algo parecido, y la gente se extrañaba al no verlo con traje de luces o de faralaes.
Era del severo Burgos, tierra del Cid, y le ofendía que creyeran por ahí que todo español era un torero como Jesulín, ante el que las chicas se quitaban las bragas para tirárselas como prendas de pasión, con los faralaes de la Pantoja, o que cantaba y bailaba Macarena, de Los del Río, como había hecho Bill Clinton en una fiesta en Washington.
Aceptaba el flamenco y el toreo andaluz como espectador, pero nada más; tampoco todos los andaluces tienen que ser graciosos, se decía.
Reflexionó y descubrió que la canción racial tipo Pantoja, tener héroes nacionales como Jesulín, Los del Río y otros maestros, y las películas del franquismo que obsesivamente exporta por el planeta Televisión Española crean esa imagen que no corresponde a la mayoría del país.
Se imaginó a Beiras, Arzalluz y Carod Rovira en el extranjero, impulsados a vestirse de gitanos, con la chaquetilla de Jesulín y la bata de cola de la Pantoja.
Los vio arrastrados de sus asientos por unos simpáticos nativos que, entre sonrisas y palmas, los obligaban a torear una silla bailando zapateado.
Entonces, los comprendió, desdeñó el patriotismo, incluido el constitucional de Aznar, y sintió la tentación de hacerse separatista.
A la vuelta, cedió a la tentación y fundó el Partido Separatista Burgalés (PSB), que algún día tendrá muchos votantes.