Pocos saben que soy vasco, como indica mi apellido. De Bilbao, porque los bilbaínos nacemos donde queremos, aunque yo viera luz en Madrid. Y desde enero, un bilbaíno como yo va a ser presidente de Europa: un honor para Europa.
Mi abuelo, Manuel Aznar Zubigaray, fue del PNV. Estrenó en el teatro Campos, también de Bilbao, su obra “El Jardín del Mayorazgo”, un alegato antiespañol.
Como periodista firmaba Imanol y le dio a mi padre ese nombre, extraído del santoral de Sabino Arana. Pasó a llamarle Manuel cuando llegó a diplomático con Franco. En realidad, y como buen vasco nacido en Navarra, mi abuelo siempre había sido muy español.
Cuento esto porque los vascos venimos mandando desde lo que son las vísceras de España desde la Inquisición, que perseguía a quienes no eran cristianos viejos, por tener sangre judía o mora.
Éramos hidalgos y nuestra sangre estaba limpia, aunque antes no hubiera análisis de Rh. A muchos de nosotros se nos consideraba castellanos viejos. No como a otros españoles. Con la expulsión o quema de los judíos, que eran funcionarios, notarios, banqueros, consejeros, médicos, intelectuales, militares e incluso aristócratas, nuestros letrados ocuparon sus funciones gracias a su hidalguía.
Hasta el siglo XIX los virreyes, notarios, registradores, gobernadores, embajadores, políticos, obispos y guerreros españoles eran mayoritariamente vascos.
Cuando en los años 1800 el racionalismo despreció los orígenes de sangre, perdimos mucha influencia, por lo que algunos buscaron recuperarla con el nacionalismo.
Poseo características tradicionales de nuestra raza: poco gracioso, soy trabajador, de carácter firme, severo y rígido. Si es necesario, soy inflexible.
No entiendo por qué algunos vascos no están orgullosos de mí, cuando, además, sigo nuestra secular tradición de mandar en España. Y durante seis meses, en Europa. Ya lo dije: de Bilbao.