Juan Gutiérres, soldado de un batallón internacional en Afganistán, vio a Fátima Mohnar sin burka en Chicken Street, una de las principales calles de Kabul, y quiso conquistar a aquella chica bellísima de ojos verdes.
Con el rostro descubierto públicamente por primera vez desde que era niña, Fátima le sonrió con timidez. Quería que alguien le ayudara a salir de su país para ser libre. Ya no había talibanes, pero los mulás seguirían siendo brutales con las mujeres.
Gutiérres se le acercó y le preguntó en ingles cómo se llamaba. Ella le entendió, respondió, y rió por primera vez en su vida ante un hombre. Sus labios rojos y húmedos eran para amar.
Quienes la vieron así desde otra acera dijeron que aquella chica incitaba al pecado al hablar sola con un hombre y extranjero, lo que, de acuerdo con la Sharía, la ley islámica, merecía la flagelación, incluso la muerte
Volvieron a citarse. Fátima y Juan se contaban cosas ingenuas de sus vidas, y empezaron a acariciarse las manos, se entregaban ternura, luego se besaron y después se escondieron en una casa a cuyo propietario Juan le entregó unos dólares.
Estaban amándose, ella era virgen, cuando entraron cuatro hombres. Uno era un mulá que leía a gritos aleyas del Corán y de la Sharía que anunciaban terribles castigos.
Golpearon al soldado y lo llevaron al cuartel. Días después arrastraron a Fátima atada de manos y pies a un parque donde centenares de personas la acusaban de fornicación. El mulá lanzó la primera piedra. Después, tiraron varias unos jueces islámicos, y luego, hombres y mujeres hasta que dejó de palpitar aquella masa sanguinolenta.
Juan pidió justicia. Pero le respondieron que las fuerzas internacionales no pueden intervenir en las leyes locales.
Entonces, ¿para qué estamos aquí?, preguntó.