Pasó unos meses en prisión. Al volver a la libertad bebió copa tras copa de su coñac mañanero. Con la cabeza caldeada y la lengua gorda, le contó a sus amigos:
El fiscal quiso probar con testimonios de médicos y enfermeras que yo había violado a mi hija chica, la Casilda, pero mi abogado hizo que ella dijera lo que convenía y solo me cayeron unos meses por abusos deshonestos.
Tampoco se pudo demostrar que yo hubiera violado a mis otros hijos, aunque los llamaron a testificar y temblaban de miedo porque sabían que si contaban algo usaría contra ellos la escopeta, los cartuchos de postas y el cuchillo de caza.
El fiscal, que sospechaba que los hijos tenían miedo, quiso que me quitaran el permiso de armas, pero el juez se negó porque mi escopeta era ajena al caso y quitármela sería cruel para un cazador como yo.
El juez también sentenció que no se me puede retirar la patria potestad sobre mis hijos porque, como advirtió, él no juzga intenciones, sino hechos.
Lo que me molestó es que el juez insistiera poco en mis derechos y libertades dentro de mi casa. Yo creo que quería apoyarme, pero como la denuncia por violación de la Casilda venía del médico, no le quedó más remedio que hacer algo. Pero, para mí, que estaba en contra de condenarme.
Porque no deberían haberme juzgado. Tendría que respetarse aún el “derecho de padre”, que era una tradición en toda la Península. Ya la viví con mi padre cuando era niño. Y tengo para mí que el juez, también, y en cosas sexuales dentro de la familia hasta las juezas son indulgentes.
En casa, los hijos esperaban aterrorizados a su padre, y pocos meses después uno de ellos apareció ahorcado.