Agasajar o doctorar honoris causa a quienes tuvieron vidriosas responsabilidades que concluyeron en la guerra civil despierta innecesariamente la ira de los descendientes del bando contrario al del homenajeado, una de las dos Españas de Machado que parecían estar desapareciendo.
La evocación de las guerras civiles es traicionera e imprevisible, como los borrachos pendencieros. En EE.UU. hay sureños que matan cuando recuerdan la derrota que les infligieron los norteños a sus antepasados confederados hace siglo y medio. En España no han pasado ni siete décadas.
Santiago Carrillo ganó respetabilidad poco antes de la muerte de Franco. Lo saben bien quienes entonces eran jóvenes comunistas. Pero al final de la República, cuando traicionó al PSOE y se pasó al PCE, y después, en la guerra civil y durante su estancia en la órbita soviética, sus actividades fueron poco honorables. Ser demócrata exige mucho más que ser militante antifascista y antifranquista.
Carrillo, Lister, Campesino, Pasionaria y tantos otros comunistas no fueron más recomendables que otros muchos franquistas. La diferencia entre ellos fue que el fascismo asesinaba en España, y estos comunistas, además de matar a derechistas y a otros rojos, cooperaron con la represión soviética, peor que la franquista.
El genocida Stalin era amigo y consejero de Pasionaria, por ejemplo. El loco y asesino Nicolae Ceaucescu, de Carrillo.
Luego, cumplieron un papel honorable en la transición. Pero reinventar a Carrillo ahora y levantar simultáneamente los muertos perdedores de la guerra es muy peligroso.
Hacerlo héroe porque es un anciano apacible y llamarle “bueno” porque era rojo es como si rusos, húngaros o rumanos, víctimas del comunismo, festejaran a líderes fascistas porque fueron anticomunistas.
Como a las lápidas de los cementerios, a estas reliquias de la guerra se les debe respeto: pero nada más.
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