La perenne pandemia de malaria en África mata tanto como siete aviones Jumbo-Boeing 747 cargados diariamente de niños y lanzados deliberadamente para estrellarse contra el monte Kilimanjaro, dice el doctor Wenceslaus Kilama, presidente de la Malaria Foundation International (www.malaria.org).
En África, sí, mueren anualmente un millón de niños de esta enfermedad previsible y fácilmente curable con medios eficaces y baratos, pero el egoísmo occidental y las mentiras del ecologismo pagado por las industrias químicas, están provocando este verdadero genocidio.
Es la segunda gran enfermedad que asola África, precedida únicamente por el SIDA. El mundo rico hace grandes donaciones dinerarias. Pobre solución, porque van a alimentar la corrupción de las élites locales y a miles de oenegés, muchas de las cuales las dilapidan en las nóminas de quienes se enrolan románticamente y, con frecuencia, porque no encuentran trabajos mejor remunerados.
La solución contra la malaria es fácil de fabricar y barata: DDT. Un insecticida que extermina con mínimas dosis el Anofeles, mosquito transmisor, y que a la vez multiplica las recolecciones matando las plagas que las destruyen.
En la España de mediados del siglo pasado el DDT salvó durante muchos años las cosechas y eliminó hambres centenarias. España sobrevivió gracias al DDT. Gente que mantiene ahora uno de los índices de longevidad más elevados del mundo.
El producto se tenía tan tranquilamente en las casas, donde a veces moría gente envenenada porque confundía sus paquetes con los de harina.
Pero grandes empresas químicas y los ecologistas han creado la leyenda negra sobre la malignidad del DDT, al extremo de que los países ricos, y la UE, prohíben importar alimentos con una traza mínima de ese insecticida: así se ayuda a asesinar de hambre y miseria a los africanos, como denuncia el doctor Kilima.
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