Tras la exigencia del presidente iraní, Mamud Ahmadineyad, de borrar de la faz de la tierra a Israel, nadie podrá acusar a ese país de belicista si destruye las instalaciones nucleares del régimen islamonazi de Teherán, que con ese loco en el poder se destinarán a concluir el Holocausto que inició Hitler.
Tampoco habría sido belicista, sino pacifista, quien hubiera arrasado los campos de concentración nazis de Dachau, Buchenwald, Treblinka, Auschwitz y tantos otros cuando se construían, y antes de que pudieran exterminar a seis millones de judíos: la misma población que la que tiene actualmente Israel.
El fanatismo religioso, la deshumanización, y la demencia genocida islamonazi es capaz de destruir a Israel, pero también nuestro mundo, nuestra herencia cultural, nuestra civilización racionalista.
En ello están empeñados no solo Ben Laden y sus terroristas suicidas, sino también los políticos islamistas que son mitad monjes y mitad soldados, un concepto similar al medieval que evocaban románticamente los fascistas.
Monjes soldados en la misión de islamizar el mundo, obsesionados con hacer desaparecer de la tierra a quienes no sean adoradores de Alá.
Que en primer lugar esperan concluir el trabajo de Hitler, la Shoa, el holocausto judío, nuestro pueblo primigenio desde el punto de vista de la cultura occidental.
Les guste o no a los antisemitas, pertenecemos al mundo greco-romano-judeocristiano que llevó al racionalismo. Permitir la extinción de Israel y de los judíos es nuestro propio suicidio.
Y aunque durante muchos siglos las fuerzas más oscuras del cristianismo los persiguieran, ellos siempre fueron, en el pensamiento, en las artes y las ciencias, la vanguardia de nuestro progreso.
Y no se olvide que Israel es la única democracia existente en el Oriente próximo, cuyas formas bruscas y ocasionalmente violentas son secuela de su necesidad de defenderse para sobrevivir.
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