Dice la Academia que el bloqueo es la acción y efecto de aislar “con fuerzas marítimas suficientes para cortar las comunicaciones”, aunque por extensión sería también la clausura de las rutas aéreas o de las telecomunicaciones.
Por primera vez en la democracia, España ha condenado el “bloqueo” a Fidel Castro, cuando se trata únicamente de un embargo del comercio estadounidense, sanción judicial al fidelismo por no haber indemnizado a quienes les incautó sus bienes en los años sesenta.
Ese embargo es la “prohibición del comercio y transporte”, solamente desde o para EE.UU., con “retención, traba o secuestro de bienes por mandamiento de juez o autoridad competente”.
Por tanto, el mundo entero, con excepción de las empresas norteamericanas, puede comprar, vender y viajar a Cuba, si Fidel les deja. Aún así, EE.UU. permite enviar allí, desde su territorio, alimentos, medicinas y dólares.
Cualquiera de los muchos miles de españoles que van regularmente a la isla sabe que Washington no bloquea los accesos a ese enorme latifundio de Fidel.
Pero el régimen castrista, que quería liderar una revolución comunista hispano y lusohablante, ha creado solamente un prostíbulo relativamente mejor educado que los de otros países: el mayor del mundo. Y para justificar su fracaso tiene que disfrazarlo con un inexistente bloqueo, cuyos falsos efectos multiplica con agitación y propaganda.
Como corresponde al talante falangista, la sonriente, alegre y faldicorta Moncloa se ha aliado con Fidel, y con otro Caudillo, un locoide fascista que quiere ser potencia nuclear, Hugo Chávez, para provocar a los demócratas latinoamericanos, y a EE.UU. y la UE.
Crecientemente exótico y anacrónico para Occidente, ZP se ha abrazado al tercermundismo, aquel de los luceros, que los camaradas Girón y Solís defendían durante el franquismo con su odio a lo inglés y a lo yanqui, y que rompe la doctrina histórica de la democracia de no servir de cómplice de dictaduras como la fidelista.
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