Que destinen a un funcionario de cualquier país del mundo a la ONU, a cualquiera de sus sedes de Nueva York, la principal, Ginebra o París, donde reside la UNESCO, supone culminar el sueño de vivir como un millonario sin serlo, aunque si se carece de ética, se llegará a ello.
No debe extrañar que el entorno de Kofi Annan esté formado por corruptos relacionados con el programa iraquí de petróleo por alimentos, según el cual Sadam Hussein recibía alimentos que pagaba con petróleo bajo control de la ONU.
Era la gente de Annan, incluyendo un hijo suyo, quien repartía ese mercado y se quedaba con una parte de los beneficios. Simultáneamente, Sadam compraba periodistas y activistas políticos –debería saberse a quién en España—para que defendieran su régimen.
Los diplomáticos y periodistas más honorables y conocedores del intramundo de la ONU denuncian habitualmente su corrupción, pero los estados miembros prefieren cerrar los ojos para mantener eso tan acomodaticio del statu quo.
Los demás funcionarios, mientras, callan: gozan de enormes sueldos, no pagan impuestos y poseen un pasaporte diplomático que les permite vivir con prebendas medievales, entre fiestas nacionales, más de 200 al año, saturados de champaña y caviar.
En este ambiente, algunos tienen en sus residencias a verdaderos esclavos y esclavas sexuales, sin que las autoridades locales pueden hacer nada para evitarlo.
Gran número de los funcionarios internacionales son agentes a comisión de empresas o empresarios de sus países, que en ratos libres, eso sí, imparten doctrina en la Asamblea General sobre paz y justicia internacionales.
Que no extrañe la corrupción de la ONU: hay funcionarios, especialmente del tercer mundo, que montan negocios a través de la valija diplomática en la que mueven drogas o piedras preciosas. Y nadie lo impide.
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