No hay mejor manera de fabricar futuros ateos o indiferentes religiosos que obligarle a los niños actuales a estudiar religión como asignatura evaluable: eso es lo que logrará la Iglesia católica si sigue exigiendo que las creencias se equiparen a las ciencias y a las humanidades.
Porque obligar a aprehender el amor de Dios resulta más gravoso y obsesivo que todos los filósofos griegos, los conjuntos matemáticos y la mecánica de los fluidos. Las creencias y los sentimientos no son ciencia.
Resulta así que un gobierno laicista fomenta la religiosidad negándose a aceptar que se apruebe o suspenda la asignatura de la fe, mientras que quienes viven de ella y para ella forman sin querer agnósticos y desafectos.
Los dirigentes de la Conferencia Episcopal entraban en los seminarios, donde estudiaban exclusivamente para ser curas, cuando aún eran niños. Aquellos centros se parecían más a las madrazas, en las que muchos niños musulmanes se forman dando cabezazos rítmicos sobre el Corán, que a las escuelas contemporáneas.
Quizás por eso los curas desconocen qué ocurre en las mentes infantiles de quienes no van a ser sacerdotes o monjas.
Y los dirigentes del Partido Popular, que apoyan a la Iglesia en su demanda, olvidan que millones de niños, hoy adultos y padres de niños en edad escolar, resultaron traumatizados por el aprendizaje obligatorio de la religión. Aunque no fuera con el catecismo del Padre Astete, un librillo obsesivo que provocó millones de pesadillas con sus preguntas y respuestas que había que saber de memoria para hacer el bachillerato.
Posiblemente muchos de esos padres quieran que sus hijos reciban enseñanza religiosa en la escuela, pero voluntaria y no evaluable.
Obligatorio solo debe ser el conocimiento del hecho religioso como el que se estudia en casi toda Europa: una formación humanística imprescindible para entender nuestra historia y cultura, y la del mundo occidental.
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