El intento de golpe de Estado del teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero del 23 de febrero de 1981 tiene una característica común con la decisión del Parlamento catalán y del presidente de la Generalidad Carles Puigdemont de iniciar la separación de España: ambos golpismos aprovecharon la existencia de gobiernos en funciones.
Cuando Tejero tomó Las Cortes comenzaba a votarse la investidura del candidato a la presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, primer ministro en funciones tras la dimisión de Adolfo Suárez.
Era un momento de debilidad de la democracia, aunque quien la encabeza entonces hizo fracasar el golpe: el rey Juan Carlos ordenó a los militares recluirse en los cuarteles. Luego, los tribunales juzgaron a los rebeldes.
Ahora su hijo, Felipe VI, en consultas con los partidos estatales para la formación de un gobierno quizás le sugirió al líder del PSOE, Pedro Sánchez, que le comunicara al presidente en funciones, Mariano Rajoy, que lo apoyaba en su enfrentamiento con los independentistas.
En 1981 la sociedad española estaba dividida. Conservaba aún adherencias franquistas que querían responder violentamente al terrorismo de ETA sin respetar la Constitución, que asesinaba hasta un centenar de personas anuales.
Ahora no hay terrorismo, pero sí un frentismo irreconciliable, y en Cataluña Junts pel Sí –Convergencia y ERC—, junto con la antisistema CUP, Candidatura d'Unitat Popular, han iniciado un proceso constituyente para la separación de España, “haciendo prevalecer su soberanía” frente a un auto del Tribunal Constitucional que la niega.
Ante este golpe de Estado de los Tejeros catalanes el Rey y las fuerzas políticas constitucionalistas quizás deban preparar, tras las acciones legales correspondientes, aplicar el artículo constitucional 155: suspensión parcial de la autonomía.
O hacer de una vez un gobierno de concentración nacional constitucionalista.
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