Hay algo que distinguía a los jugadores españoles que ganaron hace unos días el Campeonato de Europa Sub-19 de muchos futbolistas de mayor edad: estaban limpios de tatuajes.
El tatuaje es una mutilación voluntaria que realizan los individuos de algunos pueblos primitivos para comunicar mensajes que señalan ritos, estatus, devociones o promesas.
También se impone a los esclavos, en los campos de concentración y en las ablaciones de clítoris, que son un método de tatuar a las mujeres.
Los tatuajes de los esclavos romanos fueron resucitados para los exploradores occidentales del siglo XVII que copiaron a los nativos de las islas de la Polinesia.
Alguien empieza con penitenciarios “Amor de madre” y termina odiando su señal: Melanie Griffith, se grabó un enorme corazón con su Antonio (Banderas), y ahora repara malamente el borrado con implantes de piel en el brazo marcado.
El futbolista David Beckham fue seguramente el impulsor de la última gran moda de los tatuajes entre deportistas, antes más comedidos con esos escarnios: muchos quieren imitarlo por su éxito deportivo, comercial, social, y quizás sexual.
Para él, y para casi ninguno más, los tatuajes son parte de su negocio: por cada uno nuevo las empresas le pagan más como perenne publicidad subliminal y semental.
Aunque todos, con esa o sin esa fortuna, acabarán con un penoso aspecto porque la vejez con carnes colgando y pintarrajeadas mata la antigua belleza y realza la fealdad presente, indisimulable.
Vosotros, campeones de Europa, recordad que los tatuajes son horribles enemigos del buen gusto, que ese marchamo es como el de la carne colgada en la carnicería, y que llegaréis a viejos sin haber sido a sex symbols como Beckham.
No terminéis esclavizados por esos horribles estigmas que harán que los que serán vuestros adorables nietecillos huyan en cuanto os vean.
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