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miércoles, 08 enero 2014

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En España, no ha habido debate sobre quién debe estar investido de la Jefatura del Estado, si un monarca hereditario o un presidente electo. Todo se resumió en expulsar y recibir a los Borbones, para volverlos a expulsar y recibir. La última vez, ni siquiera requirió un proceso revolucionario. Pero nunca nos ha ido bien.
Dicho esto, lo único que justifica a la monarquía hereditaria es la seguridad jurídica, y el prestigio y autoridad del rey y su familia. La dilatada actuación en la vida política de Juan Carlos I ha estado acompañada de luces y sombras; más luces que sombras. Sin embargo, se ha generado en torno a su figura en particular, y toda la transición en general, una serie de páginas hagiograficas, cuando no una leyenda rosa, totalmente injustificadas. Quizá la decepción en torno a la figura del Rey y si familia hayan sido directamente proporcionales al alto lugar en que se les ha colocado. La pérdida del prestigio personal no se predica de una institución, como es el gobierno, el parlamente, etc, que se pueden remover, disolver, o elegir de nuevo. El del monarca es un poder carismático, va con la persona, por lo que se hace más difícil la recuperación cuando se pierde ante los ciudadanos. Tenemos un problema; no es el mayor, pero exige una solución. En el momento en que nos encontramos, y tratándose de un país de ciudadanos, y no de subditos, creo que recuperar el prestigio de la monarquía pasa, primero, por dejar a los tribunales que libre e independientemente diriman la responsabilidad de los miembros de la casa real, y después, con plantear la sucesión, previa abdicación, a favor del Príncipe Felipe, que actualmente sí goza de ese carisma que ha dilapidado su padre.

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