Medio país se pasmó con el aspecto de agotamiento y los errores de lectura y dicción del Rey de España este día 6 la Pascua Militar, y durante su primera aparición pública desde el 21 de noviembre, cuando soportó su tercera operación de cadera.
Numerosas voces de la opinión publicada piden su abdicación en el Príncipe de Asturias, mientras los republicanos parecen oscurecerse, como si creyeran su causa perdida.
Republicanismo poco realista hoy, y menos para enfrentarse al separatismo egoísta de la Liga Norte catalana (CiU-ERC y aliados), imitadora de la del italiano Unberto Bossi, neofascista que también jura ser demócrata.
Al “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, sentencia española para tiempos difíciles, se añade la jesuítica “En tiempos de tribulación no hacer mudanza”.
En circunstancias así los españoles seguramente quieren evitar aventuras en la jefatura y el sistema del Estado, y se pronuncian en todas las encuestas por la continuidad de la monarquía a través de Felipe.
Incluso admiten a su esposa, Letizia, que carece del carisma monárquico, quizás porque el clasismo nacional acepta mal una plebeya como princesa, y menos a una profesional que había triunfado en su oficio anterior: la Cenicienta sólo gusta como cuento.
El Rey atraviesa una etapa de dolor y molestias. Como tantas personas que pagan los excesos físicos del pasado: sus males actuales, al margen de sus accidentes anteriores en la nieve, como Schumacher o Angela Merkel, vienen de su malhadada aventura de la caza de un elefante africano.
Las intervenciones quirúrgicas, si no hay deterioro intelectual, no tienen por qué impedir el trabajo que no exija esfuerzo físico.
Y pese a esa imagen de desgaste, el Rey todavía tiene autoridad para orientar la política con sugerencias directas, como cuando el tejerazo.
O como ante cualquier arturmasazo, a pesar de la imputación de su hija Cristina en un caso de temeraria imprudencia económica junto con su marido, otro Ceniciento que no llegó a Infante o príncipe, sino a duque que salió rana.
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En España, no ha habido debate sobre quién debe estar investido de la Jefatura del Estado, si un monarca hereditario o un presidente electo. Todo se resumió en expulsar y recibir a los Borbones, para volverlos a expulsar y recibir. La última vez, ni siquiera requirió un proceso revolucionario. Pero nunca nos ha ido bien.
Dicho esto, lo único que justifica a la monarquía hereditaria es la seguridad jurídica, y el prestigio y autoridad del rey y su familia. La dilatada actuación en la vida política de Juan Carlos I ha estado acompañada de luces y sombras; más luces que sombras. Sin embargo, se ha generado en torno a su figura en particular, y toda la transición en general, una serie de páginas hagiograficas, cuando no una leyenda rosa, totalmente injustificadas. Quizá la decepción en torno a la figura del Rey y si familia hayan sido directamente proporcionales al alto lugar en que se les ha colocado. La pérdida del prestigio personal no se predica de una institución, como es el gobierno, el parlamente, etc, que se pueden remover, disolver, o elegir de nuevo. El del monarca es un poder carismático, va con la persona, por lo que se hace más difícil la recuperación cuando se pierde ante los ciudadanos. Tenemos un problema; no es el mayor, pero exige una solución. En el momento en que nos encontramos, y tratándose de un país de ciudadanos, y no de subditos, creo que recuperar el prestigio de la monarquía pasa, primero, por dejar a los tribunales que libre e independientemente diriman la responsabilidad de los miembros de la casa real, y después, con plantear la sucesión, previa abdicación, a favor del Príncipe Felipe, que actualmente sí goza de ese carisma que ha dilapidado su padre.
Publicado por: Cara de Plata | jueves, 09 enero 2014 en 01:04