En España hay diez mil personas aforadas, a las que si cometen delitos no se les juzga bajo los procedimientos ordinarios, sino que gozan de unos privilegios inexistentes en las grandes democracias.
Los gobiernos españoles tienen además otra prerrogativa predemocrática, la de indultar a quienes han sido condenados.
Hay un aforamiento superior, el del Rey, quien, si tras renunciar al yate Fortuna anuncia que rechazará a su aforamiento en la primera reforma constitucional posible, se unirá a la mayoría de los jefes de Estado sin ese fuero: la renuncia sería ejemplar para imponérsela a esa casta de diez mil santones fácilmente corruptibles.
El Artículo 56,3 de la Constitución dice que “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, aunque sus actos no serán válidos si no están refrendados por el Gobierno.
Prescindir del aforamiento real es poco complejo, no más que la última “enmienda” constitucional, que incluyó la demanda de la UE de controlar el endeudamiento.
UPyD acaba de presentar una proposición no de ley para reducir al mínimo los beneficiarios de “ese privilegio arcaico”, incompatible con los principios que deben regir los “Estados contemporáneos y democráticos”.
“Lejos de restringirse esta protección, ha sufrido una extraordinaria expansión sin precedentes al calor del desarrollo del Estado de las Autonomías y de la colonización de los partidos políticos de todas las instituciones del Estado, comenzando por la Justicia”.
En el proyecto de ley de Transparencia, que lleva casi un año vagueando, no aparece mención alguna a la desaparición de los fueros que dividen a los españoles entre los de la casta política, y nosotros, los descastados.
“Del Rey abajo, ninguno”, titulaba Rojas Zorrilla su drama sobe el único aforamiento por honor que debería existir, pero en el siglo XIV.
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