La chusma existe y está entre nosotros. Ni siquiera la Academia la define correctamente porque es peor que la gente soez o penada a galeras de su definición.
Mejor, digamos la canalla, gente ruin, despreciable, como la banda de jóvenes que violó y asesinó a Marta del Castillo en Sevilla, y cuyos componentes se niegan a revelar qué hicieron con el cadáver.
Canalla podrían ser sus defensores, que les recomiendan mil artimañas para reírse de la familia de la asesinada, de la policía, de los jueces y, lo que es peor, de la Justicia como principio.
La canalla es la turba que consigue que, precisamente, no se haga justicia, como esa banda sevillana, o como los revolucionarios libios, nuestros protegidos, que lincharon a Gadafi: situados unos en la circunstancia de los otros actuarían igual.
Los Carcaño, el Cuco y demás, como otros jóvenes asesinos anteriores carecen de sentido moral, de bondad, y están unidos como jauría humana que se protege a sí misma.
Y sus cercanos están contaminados, como las mafias que resguardan la sangre propia y beben la ajena, además pagados por las televisiones basura, por programas generalmente miserables como La Noria.
Ante la profusión creciente de estas catervas perversas muchos padres prudentes comienzan a recuperar un prejuicio fascista, en lenguaje progresí, al preguntarle a sus hijos adolescentes si sus amigos o parejas “son de buena familia”.
No es que pidan familias poderosas, sino que no las formen gente inmoral, o delincuentes, porque, aunque toda ley tenga excepciones, un entorno decente suele transmitir virtudes, y uno indecente, muchas veces también acaudalado, suele contagiar depravaciones.
Fijarse en las familias de quien rodea a los tuyos se había abandonado por hábito poco igualitario y antidemocrático, pero es recomendable: Marta fue asesinada por una canalla con la que imprudentemente se relacionaba y de la que estaba demasiado cerca.
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