Bill Clinton no se inclinó en Pyongyang ante la inmensa estatua del Kim Il-sung, que oprimió a los coreanos del norte desde 1948 hasta 1994 y que dejó de heredero a su hijo Kim Jong-il, Nuestro-Muy-Amado-Líder, el más común entre cientos de títulos que el pueblo encarcelado debe repetir para evitar los campos de concentración o la ejecución.
Pero para liberar hace unos días a dos periodistas asiático-americanas, el expresidente, marido de la secretaria de Estado, y enviado especial de Barack Obama, hizo un gesto de humillación no menos valioso: fotografiarse junto al pequeño gran dictador que mata de hambre a muchos de los habitantes de ese territorio: imaginemos a Roosevelt ufano con Hitler tras salvar a dos judíos de entre millones.
Para quien conozca la semiótica extremo-oriental, la foto de Clinton, alabada porque certificaba el rescate de solamente dos personas entre los más de mil detenidos extranjeros, fue una traición a los pueblos libres de cualquier parte del mundo, especialmente el estadounidense, que deberían preguntarse la razón de las genuflexiones físicas --Obama ante el rey de Arabia Saudita— o morales de sus líderes.
El mayor problema no es la foto de una corte de occidentales encabezados por un expresidente estadounidense junto a un asesino de masas, ahora bondadoso, que también.
El gran mensaje semiótico para los 23 millones de presos-habitantes del país está en el mural del fondo, que muestra un torrente de aguas vivas sobre unas rocas a las que supera implacablemente.
Kim Jong-il le ha recordado a los coreanos que no tienen otra salida: él es superior, domina los obstáculos, es esa agua que ejerce una fuerza capaz de humillar a EE.UU., que se rinde y admira, y que sin duda lo ama, porque su grandeza sobrepasa toda dificultad.
A Roosevelt con Hitler no, pero a él y a Stalin sí.
Publicado por: Mario | lunes, 10 agosto 2009 en 17:32