Anda la gente tratando de saber por qué una actriz medianilla que acaba de fallecer, recordada casi exclusivamente por su temporada en la serie de televisión “Los Ángeles de Charlie”, fue una figura trascendente para la imagen de la mujer postmoderna y un icono de la belleza rubia, elástica, neumática y tostada en Malibú, deseada por hombres y copiada por mujeres desde 1976 hasta hoy.
Fascinó con sus mechas soleadas en EE.UU., pero más aún en países con mujeres de pelo oscuro, donde imitaron esas mechas, pero poniéndoselas más rubias. Tenía 62 años cuando murió solamente un día antes que Michael Jackson, el estadounidense que influyó enormemente en la expresión musical contemporánea.
Antes de Farrah, que fue Ángel de Charlie un solo año, cuando ella tenía 30, las rubias del cine eran amas de casa tontitas, secretarias eficientes, o casquivanas amantes de millonarios. Rubias planas, sin la mixtura luminosa de las sorprendentes mechas.
La chica que llegó a Los Ángeles, L.A. (pronúnciese Elei), y a la serie Charlie’s Angels, era una texana, bellísima, sensual, inteligente y valiente. Las texanas son agrestes y semisalvajes, y Elei, por el Hollywood Bldv., está pisoteado por las mejores y más largas piernas desinhibidas que puedan verse, y que van dejando sus huellas como estrellas grabadas en las aceras.
No era la rubia ingenua al estilo Marilyn, sino una anti-Monroe con elevada formación y capacidad de triunfo, como tantas chicas rompedoras de entonces; aunque, siempre hay un pero, ella y sus otras compañeras obedecían a un machista Charlie.
Rubia no era ya sinónimo de estúpida, y por todo el mundo las estudiantes y profesionales izquierdistas, antes apenas duchadas, comenzaron a ponerse mechas y a presentarse como tigresas revolucionarias, algo guerrilleras: como Jill Monroe, precisamente Monroe por anti-Monroe, el personaje de Farrah.
Sí, el feminismo femenino le debe tanto a Farrah Fawcett, como los peluqueros y los fabricantes de tintes.
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