Imaginemos que una secta de cristianos hubiera creado una red terrorista para matar día tras día a los descreídos en cualquier lugar del mundo hasta que la humanidad entera acepte adorar incondicionalmente a Jesús.
Y que ese grupo de cristianos asesinos haya realizado desde el 11 de septiembre de 2001 hasta hoy 12.319 atentados, incluyendo los de Madrid.
Que sólo en el último octubre hubiera organizado 174 ataques en 16 países, contra personas de cinco religiones, provocando 832 muertos y 1.412 heridos graves.
Si nos preguntamos cuál sería la reacción de, por ejemplo, el Vaticano, o del Consejo Mundial de las Iglesias, que agrupa a 348 creencias cristianas de 120 países, nos responderemos enseguida que condenarían enérgicamente el uso del nombre de Jesús para cometer crímenes, y que excomulgarían a los asesinos.
Cada cristiano sin excepción, católico, protestante, ortodoxo, maronita o de cualquier otro nombre, negaría de raíz el cristianismo de los criminales.
Agitarían a sus iglesias, crearían un clamor universal por el que millones de cristianos de todo el mundo saldrían a protestar y a condenar la secta de los asesinos.
Pero en el caso del mundo islámico la respuesta es diferente. Tras cada atentado de los jihadistas, aparecen numerosos musulmanes que festejan esa Guerra Santa; más de la mitad la comprende, y los moderados, callan.
Callan, y ese es la peor respuesta, junto con la de las mezquitas, de las que no sale una reacción que merezca reseñarse: sólo continúan imperturbables las voces del almuédano llamando a las oraciones rituales.
Oímos ese silencio ominoso –callar es otorgar--, quizás porque muchos temen por su vida si condenan a los asesinos: son musulmanes moderados que están aterrorizados, pero si siguen callados que no se escandalicen ante el crecimieto de una lógica islamofobia.