Separatismos en China. Los taiwaneses renuncian a crear un nuevo país, pero en el Tibet se revelan los lamas, antiguos amos de un pueblo de siervos que los aman, y están apareciendo insurrecciones de musulmanes uighures en la enorme provincia de Xinjiang.
En los meses previos a los JJ.OO. de Pekín-Beiging, las fronteras lejanas se agitan en el seno de una República Popular que camina hacia la sociedad consumo, como el tardofranquismo: dictadura de partido único que se debilita con el liberalismo económico.
Desde que nació en una área del norte relativamente pequeña con la dinastía Zhou, entre los siglos XVII y XI aC, China se extendió no porque sus emperadores invadieran territorios nuevos, sino porque desde el exterior llegaban conquistadores que establecían su propia dinastía imperial tras incorporar sus territorios de origen.
Así, los mongoles aportaron gran parte del oeste y del sur, incluyendo el Tibet, junto con las regiones musulmanas, previamente invadidas por pueblos de raíz turca y persa.
Ni la Gran Muralla paró a los invasores. Los que conquistaban Pekin se apoderaban del imperio haciéndolo cada vez más grande. La última dinastía, la Qing, caída en 1912, era producto de la aportación manchú en 1616.
Filipinas estaba al lado de China, y no fue invadida por ese país, sino por España. Y en el siglo XIX Inglaterra, declaró las Guerras del Opio, hizo de las costas chinas parte de su territorio, y no impuso una dinastía quizás porque no quiso. Si lo hubiera deseado, la actual reina, Isabel II, viviría con emperatriz china en la Ciudad Prohibida.
China es un caso extraordinario: el Imperio del Centro, al contrario que los occidentales, se hizo por implosión, no por expansión.
Y si lo conquistamos, nuestros descendientes terminarán volviéndose chinos de la etnia Han.
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