Contaba Francisca Castro en una de sus columnas en el diario orensano “La Región” que cuando asistió hace mucho tiempo a la Semana Santa sevillana lo que más le sorprendió fue que “le decían muchos piropos a la Virgen y la aplaudían; ahora ya no me extrañaría tanto, porque se le aplaude hasta a los muertos”.
Procedía de la franja norte española, donde procesiones y ceremonias fúnebres solían ser silenciosas. Solamente en la antigüedad, y en algunas aldeas, se rompía la mudez de los entierros con gritos de plañideras contratadas por los deudos del difunto.
Muchos extranjeros que visitan España, especialmente anglosajones, se admiran ante la costumbre sureña de aplaudirle a las imágenes en Semana Santa.
Aunque les desconciertan más las palmas a los muertos, especialmente a los asesinados en acciones terroristas.
Antes, era gesto tan saleroso se mostraba sólo como muestra de dolor ante el féretro del actor o del torero desaparecido, como homenaje a un arte que no volvería a verse.
Ahora se ha generalizado y extendido por toda España: hace unos días sus amigos aplaudieron el cadáver de un chico asturiano que se mató por conducir borracho.
Se ha roto una vieja norma: mantener silencio respetuoso ante la muerte para propiciar la introspección. Con el aplauso desaparece la inspiración que llevó a los más grandes músicos a crear composiciones, tituladas precisamente Silencio, para elevar aún más el respeto y el recogimiento.
Se diría que el aplauso, que servía sólo para premiar éxitos, ha mutado y se ha convertido en un acto de desasosiego colectivo para exorcizar el miedo a pensar que se puede ser el siguiente cadáver.
Porque el ruido de romperse las manos evade emociones y esconde pensamientos sobre el final de la vida propia.
Quizás el silencio fuera signo de religiosidad hacia Algo, y el aplauso corresponde al laicismo que no quiere meditar sobre el viaje a la Nada.
Pero cada palma parece gritar: “Vadre retro, Parca, vade retro”.
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