Mariano Rajoy tenía que haber defendido esta semana su gestión como ministro del Interior en 2002, cuando envió policías a Guantánamo para interrogar a varios talibanes vinculados al terrorismo islamista en España, aspirante a reconquistar al-Andalus.
Podía haber explicado que Guantánamo en 2002, poco después de las destrucción de las Torres Gemelas y un año antes de la invasión de Irak, no era el de 2007.
Evadió la cuestión: porque reconocer que había ordenado la investigación es ahora políticamente incorrecto.
Entonces existía consenso internacional que permitía examinar a los talibanes, sádicos asesinos de quienes consideraran malos musulmanes, que se ensañaban con las mujeres, y que protegían a Bin Laden.
Por la misma corrección política Rajoy aceptó defender el pintoresco Estatuto andaluz malamente votado en referéndum.
Un nuevo Estatuto que amplía la anárquica confederación de naciones impuesta por ZP a España como pago a nacionalistas y secesionistas catalanes por mantenerlo en el Gobierno.
Por ser políticamente correcta, la derecha ni siquiera protesta contra quienes señalan como fanáticos a sus afiliados bastante razonables y cercanos a grupos religiosos, como el Opus Dei.
No se atreve a ser incorrecta y a proclamar que esas opciones íntimas no son menos respetables que la homosexualidad del nuevo candidato socialista a una gran alcaldía, o que la pasión de una ministra por los chóferes.
Sigue la cobardía: el PP calla cuando José Blanco acusa de señoronas derechistas con visones a quienes se manifiestan contra las cesiones a Batasuna.
Y tiene que responder el Foro Ermua, que alberga a numerosos socialistas disidentes, advirtiendo que pocos manifestantes antizapateristas pueden adquirir, como Blanco, un lujoso chalet con piscina en Madrid.
Esta derecha prefiere aparecer como bronca y ultra, manifestándose incluso contra el Tribunal Supremo, antes que como políticamente incorrecta.
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