Para el lector habitual lo más atrayente de las ferias del libro que se montan en las ciudades españolas entre la primavera y el otoño no es comprar los textos con descuento, sino observar a los escritores expuestos en las casetas para firmar sus obras.
Hombres y mujeres más o menos conocidos, consagrados o que desean serlo, algunos, para el gran público, otros, para minorías.
El caminante ve las miradas satisfechas y orgullosas de los creadores de éxitos, y las huidizas y avergonzadas de quienes no consiguen formar colas para dedicar sus trabajos.
Cuando empieza la firma, a media mañana o a media tarde, los familiares y amigos de los autores hacen algarabía frente a la caseta. Pero poco a poco van marchándose, y a la hora veinticinco, la de enfrentarse al público de verdad, los escritores quedan solos.
Los desafortunados se encuentran ante el vacío, los de éxito enseguida tienen filas con sus fieles seguidores. Les hablan con familiaridad mientras les firman amablemente y con felices sonrisas sus dedicatorias.
Observando al público, hasta puede decirse qué tipo de obra hace el autor. Las lectoras de Antonio Gala son inconfundibles.
Hay escritores que esperan horas a que se les acerque y les pida su firma el lector que nunca llega. Avergonzados, hacen como que leen, hablan con falso optimismo con el personal de la caseta, y miran a los transeúntes con ojos que delatan desamparo, aunque no quieran mostrarse suplicantes.
El caminante desearía comprarles sus obras a quienes nadie les pide su firma, a esos hombres y mujeres derrotados por la indiferencia ante su talento. Querría evitar que pensaran que su vida es inútil o un fracaso, y decirles que quizás lleven dentro un Cervantes que se descubrirá algún día.
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