La España más tenebrosa y premoderna la encarnaban quienes exhibían como derecho histórico su limpieza de sangre y sus apellidos sin rastros judíos o moros, que eran los que procedían de conversos contaminantes.
Pureza de sangre. Soberbia de cristianos viejos. Las prebendas que otorgaba ese estado, identificado con un señorío innato.
Quien lo poseía tenía garantizada la subsistencia. Obtenía un puesto en la corte o en la élite burocrática diseñada por Felipe II. Denunciaba ante la Inquisición a todo sospechoso de nueva cristiandad para usurparle sus bienes.
La sangre limpia transmitía derechos históricos. Preeminencia social y económica. Dieciséis apellidos eran más valiosos que cualquier talento.
Así se creó una mentalidad que aún pervive en una parte de España en la que los nacionalistas quieren revivir las ventajas del Antiguo Régimen en las modernas Comunidades Autónomas.
Sabino Arana fue un español tan español que decidió dejar de serlo cuando creyó descubrir que toda España, incluida Cataluña, se había contaminado fatalmente con sangre impura de conversos: los maketos. Pero él vivía a finales del siglo XIX con mentalidad del XVII.
Casi es peor que en el siglo XXI el presidente nacionalista vasco, Juan José Ibarretxe, reclame como única Constitución “los derechos históricos de los vascos”. Porque, como Arana, cree que sus apellidos le conceden prerrogativas superiores a las de los demás españoles.
Una antropóloga e historiadora belga, Chistiane Stallaert, que se pasó un lustro estudiando el paralelismo entre los expedientes de sangre pura de la Inquisición española y los del nazismo, cree el nacionalismo vasco es lo que queda aún de aquella siniestra España racista.
Vale la pena leer su prolija investigación histórica y lingüística sobre castas nazis-nacionalistas en “Ni una gota de sangre impura” (Galaxia Gutemberg) recién aparecido en las librerías.
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