“¡Tenían que haberte matado, mejor que mutilado!”, le gritan a Irene Villa, y “¡En lugar de tu hijo tenías que haber muerto tú”, la aúllan a Pilar Manjón.
Dos víctimas del terrorismo que sufren la hostilidad de las dos Españas con insultos y vejaciones. Porque aparentemente ocupan trincheras opuestas en el combate ideológico que divide crecientemente a los ciudadanos.
Irene Villa y Pilar Manjón: a una, un atentado de ETA le extirpó las piernas y tres dedos de una mano; a otra, las bombas islamistas del 11M la dejaron sin uno de sus dos hijos.
Ambas expresan su pensamiento en los medios informativos. Irene Villa no quiere que se negocie con ETA para evitar que consiga, sin matar, lo que no logró asesinando.
Pilar Manjón, aparte de su emotivo mensaje en el Parlamento, exonera indirectamente a los islamistas y quiere inculpar del asesinato de su hijo a José María Aznar: en su criterio, incitó los atentados al enviar tropas españolas a Irak.
Irene Villa, que tuvo un abuelo perseguido por los franquistas, es acusada de franquista por exigir que ETA pague sus crímenes, y Pilar Manjón, comunista y sindicalista de CC.OO., cree que el islam no es más sanguinario que otras religiones monoteístas.
Los gritos contra ambas víctimas, que profieren con frecuencia creciente algunos transeúntes anónimos al cruzarse con ellas, son señales de alarma, líneas rojas que demuestran que hay demasiada gente, que ya no controla sus emociones.
Gente que ha pasado de la discrepancia ideológica, incluso de un comprensible rechazo, al odio que desea la muerte del divergente.
Unos supuestos pacifistas quieren que muera Villa para facilitar la paz con ETA, otros que desparezca Manjón por su ira contra Aznar: ambos extremos manifiestan síntomas de un odio intolerante, de un contagioso desequilibrio mental.