Cuando hablamos de los racistas solemos centrarnos en sus actitudes, sin analizar los motivos secretos que las generan: temen y envidian a quienes denigran, como se vio en Zaragoza en el partido de fútbol en el que insultaron despiadadamente a Samuel Eto’o por ser negro.
Observando los rostros y cuerpos de aquellos que humillaban a ese portento corporal, y también mental, porque tiene que poseer mucha inteligencia para jugar al fútbol como lo hace, se descubre la rabia y la envidia que envolvía a aquellas gentes: una masa tosca y deshumanizada que sufría con la tremenda habilidad y eficacia del camerunés.
El prototipo de esa caterva de forofos es la masa que vemos en las manifestaciones nazis y ultranacionalistas de cualquier patria: tipos insolentes y agresivos que gustan de mostrar sus carnes de panceta cruda, unto porcino, haciendo gestos y ruidos guturales. Chillando y aglomerados, recuerdan a los animales de porqueriza dispuestos a comerse unos a otros. O a los monos que imitan.
Tienen baja autoestima e ínfima inteligencia, aunque suficiente como para reconocer su fealdad interna y, frecuentemente, externa.
Al contrario, quienes gozan de su propia belleza interior y talento, aunque sean feos, no temen a ninguna raza; y quienes son hermosos exteriormente, no se acomplejan ante la belleza ajena.
Nadie puede olvidar la imagen que las televisiones nos repiten con frecuencia del campeón olímpico negro Jesse Owens en los JJ.OO. de Berlín, de 1936, cuando Hitler se negó a entregarle sus medallas y darle la mano.
Comparado con el zafio, encogido, acomplejado y bilioso Hitler, Owens, aún sin ser guapo, parecía Apolo llegado del Olimpo.
Y el odio hitleriano a los judíos era la expresión más sanguinaria de su complejo de inferioridad, especialmente intelectual, ante unos seres que estaban donándole a la humanidad la mejor cultura, ciencia y sistemas de pensamiento.
En casos como el de Eto’o los deportistas de ambos equipos, blancos y negros, deberían interrumpir el partido inmediatamente y abandonar el campo unidos para que el público decente castigue a la piara de artiodáctilos que estropean su espectáculo.