Cuando Tejero ordenó hace 25 años “cuerpo a tierra” en el Parlamento, le desobedecieron y permanecieron orgullosamente enhiestas tres personas: el presidente Suárez, Santiago Carrillo y el vicepresidente, general Gutiérrez Mellado, que impetuosamente le ordenó a los guardias civiles que depusieran sus armas.
El cronista era corresponsal de la Agencia EFE en Los Ángeles, California, y, como tantos de sus colegas repartidos por el mundo, recibió inmediatamente llamadas de políticos y sindicalistas que se preparaban para huir y que le pedían albergue.
Casi todos los cargos públicos del país, y no solo los encerrados en el Parlamento, estaban aterrados: temían ser las primeras víctimas del nuevo régimen.
Los gobernantes vascos y la dirigencia del PNV se escondían o escapaban arracimados hacia Francia por las montañas y en barcos pesqueros. Igual ocurría con los nacionalistas catalanes.
El recuerdo de la represión franquista tras la Guerra Civil aún vivía, y los españoles estaban aterrados, incapaces de echarse a la calle contra aquella afrenta. Se ocultaron en sus casas, silenciosos, paralizados, amedrentados.
Aunque un día después de vencido el golpe, inundaron las calles eufóricos, autoconvencidos de que se habían portado con valentía.
Su agradecimiento se orientaba casi exclusivamente al rey Juan Carlos, que había restaurado la situación democrática imponiéndose a los golpistas, militares y civiles.
Y, simultáneamente, los políticos y sindicalistas que habían solicitado albergue a los corresponsales, o a empleados y emigrantes en el exterior, llamaban nuevamente para pedir que no hablaran de la cobardía que los había dominado durante el corto éxito de Tejero.
Ahora hacen una declaración parlamentaria en la que le restan importancia al Rey al atribuirse ellos similar papel y determinación en la derrota del golpe.
Se han reinventado como gallardos paladines: así escriben la Historia los falsos héroes.