Occidente está claudicando: Javier Solana, el superembajador de la UE para todo el mundo ha anunciado que apoya a las naciones islámicas en su empeño para que la ONU condene la blasfemia.
La blasfemia es ofensiva para quien sufre esa difamación contra su dios, dioses, profetas o santos. Pero el blasfemo solo afrenta una creencia, algo subjetivo. No mata ni hiere a seres humanos. Además, usada abundantemente, pierde todo su poder subversivo.
Las democracias prefieren no castigar a los blasfemos, aunque para mantener vivos sus tabúes amenacen con hacerlo.
Concederle poca importancia a la blasfemia estimula la democracia: lo sacro pierde su poder históricamente intimidatorio, y las demás ideas autoritarias dejan de amedrentar. De esta forma, los conceptos subjetivos que hacen posibles las dictaduras basadas en supuestas superioridades espirituales, raciales o de otra índole, se vuelven ridículos.
Al contrario, magnificar la importancia de la blasfemia incita a los fanáticos a elaborar legislaciones contra los transgresores, contra quienes no respetan los tabúes que sostienen dictatorialmente a las clases sacerdotales y/o dominantes.
Así, se apoya a quienes matan, torturan y oprimen a los disidentes, a quienes caricaturizan a Mahoma o no respeten las supersticiones de cualquier tribu religiosa.
El derecho a blasfemar debería verse, pues, como un derecho humano. Es un excremento casi natural, una protesta, de quienes tienen creencias. No extermina vidas, mientras que quienes no soportan esa ofensa asesinan desde siempre; hasta a los simples incrédulos, aunque no sean blasfemos.
Darle la razón a los islamistas, como hace Solana, les invitará, paradójicamente, a asesinar a los cristianos que blasfemen contra las figuras del cristianismo.
Porque para el islam Jesús es uno de los santos profetas enviado por Alá antes de la llegada Mahoma: las blasfemias que exteriorizan tantos españoles contra la Sagrada Familia podría convertirlos en reos de muerte.