¡En España hay catalanofobia!, gritan los políticos nacionalistas al descubrir que los accionistas de ENDESA y parte de la opinión pública prefiere que se venda esa empresa a los alemanes a hacerlo a Gas Natural, dependiente de la Caixa de Pensions.
¡Eso no es patriotismo!, exclaman quienes rechazan ser españoles. Pero ser patriota no exige ser idiota: los españoles aprendieron ya la frase catalana de que “la pela es la pela”, y E.ON ofrece un tercio de dinero más por las mismas acciones.
Falsa catalanofobia: los catalanes siempre fueron los españoles más admirados. Sus inversores y comerciantes eran recibidos con satisfacción en todas partes, por serios y cumplidores.
España está plagada de apellidos catalanes de quienes crearon sagas familiares andaluzas, gallegas, extremeñas, canarias o castellanas, con empresas de éxito y una ética del trabajo contagiosa.
Ahora, el común de los españoles, incluyendo a muchos descendientes de aquellos primeros emprendedores, mira con poca simpatía a los nuevos inversores del noreste si descubren que no son autónomos, sino instrumentos de la clase política a través de sus cajas de ahorros.
Porque la política está teledirigiendo algunas acciones de numerosas empresas y entidades financieras. Y si prospera el nuevo Estatut de Catalunya, el nacionalismo, también el socialista, incrementará mucho más aún ese poder.
No hay catalanofobia general. Sólo, y creciente, hacia su clase política, a la que muchos españoles consideran prepotente y desagradable. Algunos medios informativos y personas extienden este sentimiento a lo catalán que ven más cercano al nacionalismo, pero solo provocan pequeñas crisis y malos entendidos.
Mientras, orgullosos de su poder, los políticos catalanes se enseñorean por España exigiendo que el país se pliegue a sus reclamaciones económicas, sociales y territoriales; pregonando, además, que el bienestar se le debe a ellos: resultan así peores para Cataluña que los boicoteadores más agresivos.
Los modos de estos políticos están logrando que se les rechace, reprochándoles sus comisiones del tres por ciento, sus espías de periodistas y lingüísticos, y su altanero exhibicionismo.