Se prohíbe fumar, van a eliminar la siesta y su lujuria, y perseguirán el consumo de alcohol gracias a la revolución social dictada por el Gobierno para elevarnos a la santidad.
Tendremos que abandonar los alegres hábitos de las tres últimas décadas. Tiempos de disipación y de pecado. Que olvidaron el pasado español como faro de la Cristiandad en la lucha contra el infiel y en la cristianización de América.
Volveremos a la España adusta y austera. Aquella del marcial ascetismo de Franco, cuya desaparición produjo tal alegre desenfreno que este país se volvió el más libertino del planeta.
Como no hay pecado que seis lustros dure, el patriotismo social del actual Gobierno ha decidido reordenar nuestros hábitos. Homologar nuestra luminosa vida con la de la oscura Europa nórdica hasta en los horarios. Con tal ímpetu misionero que nos impondrá la templanza de los místicos.
Primero, el Gobierno ha decidido que fumar es malo. Y en lugar de prohibir la venta del tabaco, generador de ingentes impuestos, castiga que se inhale humo.
Sin embargo hay otras drogas cuyo comercio es ilegal, pero que tienen permitido su consumo,: “Está prohibido fumar”, le gritará irritado uno que esnifa cocaína a quien se enciende un pitillo. “Ese tipo es un vicioso”, advertirá despectivamente otro, mientras se inyecta heroína.
Cierto que el tabaco provoca enfermedades graves, que las tres horas de descanso a mediodía en los centros públicos incitan a la siesta y a la relación lujuriosa entre funcionarios, y hacen que la jornada laboral termine tarde y que la familia sospeche de que en la oficina pasa algo raro.
Cierto también que el alcohol es importante causa de la violencia machista y que debe reducirse su consumo, aunque no se sepa cómo.
Pero, fíjese usted: la virtud que demandaba el Papa, carente ya de su antiguo poder conminatorio, la impone ahora el menos tolerante Papá Gobierno, juez supremo que castigará al ciudadano con carísimas penitencias: ¡Virtud o ruina!.