Como si el suceso fuera insólito, la España bienpensante se ha escandalizado con el caso de la familia gitana que asesinó en Sevilla a un hombre por rozar levemente con su automóvil a una de sus hijas que invadió inesperadamente el paso de peatones por el que circulaba.
Fue un crimen de ley. Viejo Talión que, aunque ya no lo obedezcan numerosos gitanos, sigue mayoritariamente la etnia.
Una ley que nadie se atreve a repudiar con radicalidad porque pertenece al mismo cuerpo cultural y folclórico que otras normas que supuestamente mantienen los “rasgos definitorios de la identidad gitana”.
Silencio, porque importantes creadores de opinión intimidan llamando racistas a quienes denuncian ese sistema cultural. Y ahora llega una nueva exigencia: silencio también ante la brutal y machista sharía islámica.
Pero la sociedad debe de analizar, además de la información sobre el crimen de Sevilla, su contexto, que es ese mundo que acepta los crímenes rituales.
Hacemos literatura y arte con las pasiones violentas y los ceremoniales como el del pañuelo ensangrentado de la gitana virgen, y ennoblecemos así uno de las liturgias más siniestras y reprobables del mundo contemporáneo.
Cultura que endiosa al bailarín Farruquito, que sin carné ni seguro mata a un peatón, huye, culpa a su hermano, y prácticamente lo absuelve una paya ley racista, falsamente antirracista, mientras lo encumbran numerosos medios informativos: genera grandes beneficios.
Códigos de honor, gitanos de respeto, patriarcas por encima de la Constitución: esa cultura tan alabada mantiene en la marginalidad, la pobreza, y frecuentemente en la delincuencia, a la mayoría de quienes la siguen.
Ningún gobierno, entre tanto, se atreve a resucitar aquellas brigadas de maestros, tan alabadas por el actual Gabinete, que en la República alfabetizaron e integraron en el mundo a tantos españoles marginados.
El Estado ha abandonado en un rincón de la sociedad y de la vida a minorías como la gitana desde, al menos, hace medio milenio. Y ahora llegan como inmigrantes otras minorías con hábitos mucho menos homologables y más violentos.
Se discute sobre el sexo de los ángeles autonómicos y acerca de las identidades. Pero cada vez hay más poblaciones que no resperan las leyes ni los cánones comunes de convivencia.
Ni Gobierno ni oposición afrontan esta situación que va a ser más explosiva que una decena de tiros contra un pobre ciudadano disparados por quien, quizás, ni siquiera conoció una escuela, y al que educaron para matar cuando algo le irrita o le asusta.