Escuche usted el sonido dominante en los bares españoles: aparte de los gritos, la televisión y la radio a todo volumen, oirá musiquillas electrónicas hirientes y obsesivas que salen de las máquinas tragaperras.
Mientras esperan recaudar muchas monedas, los españoles beben vino, tiran al suelo cáscaras de gambas y huesos de aceitunas, junto con papeles, cubren quinielas y compran lotería: gozan con el paladar, producen basura y esperan hacerse ricos rápidamente y sin trabajar.
Si atiende usted a la publicidad de la radio o de la televisión descubrirá que presentan como el gran triunfador, el héroe español, a un señor que dice ser exaburrido, expobre, extonto, exoficinista y extrabajador: cambió su fortuna gracias a la Lotería Nacional, que es del Estado.
Un Estado que estimula el juego de azar, lo improductivo, y que recomienda la vagancia al considerar que quien no se ha enriquecido con la lotería es imbécil. ¿Para qué estudiar o trabajar si un golpe de suerte le cambia a uno la vida?.
Este espíritu del juego llega a lo más alto: el mismo presidente del Gobierno es un gran apostador. Él no dice que tome sus decisiones tras reflexionarlas, no: él proclama que hace apuestas, probablememente guidado por la intuición o por las estrellas.
Como se sabe, se juega sus pronósticos sobre la política internacional con quienes lo rodean, y aunque suele perder, él reincide y reincide como si no pasara nada.
Luego, dice que apuesta por este modelo de enseñanza, apuesta por esta interpretación de la Constitución, por el Estatuto catalán, o por Kerry, o Schröeder, o por el buen sentido de ETA.
Siempre apuesta. Pura ludopatía. Sus decisiones son quinielas 1-X-2 a lo que salga, lo que demuestra que es un español típico, muy del pueblo llano, como los jugadores de las máquinas de los bares, los compradores de lotería para dar el pelotazo, que él ya lo tuvo.
Sufre el vicio nacional y por eso quizás le aprecia aún tanta gente. Es tan ludópata que podría parafrasear al personaje de Marquina: “España y yo somos así, señora", aunque nungún ciudadano podría jugarse el país hasta arruinarlo, como él.