Ferrán Adriá, a quien el New York Times considera el mejor cocinero del mundo, dice que nunca hubiera tenido su profesión si no hubiera empezado a practicarla cuando hacía el servicio militar obligatorio en la Marina.
La mili ya no existe desde hace un lustro, pero queda quien la echa de menos como medio de amistad y de cohesión entre los jóvenes españoles de distintas regiones, formación y clases sociales.
El servicio se presentaba como progresista: según Felipe González, era un medio de igualdad. También antes, en la Monarquía, la República y el franquismo.
Con los soldados de alistamiento obligatorio las guerras estaban cargadas de ideología, enseñada en largas sesiones de exaltación patriótica. Ahora han perdido parte de su carácter mítico. Los occidentales que combaten en Afganistán e Irak son soldados profesionales, y el oficio atenúa la emotividad.
Mientras, los fanáticos islámicos, matan ciegamente por una religión y por un paraíso prometidos. Siendo solo creyentes, mueren felices porque gozarán de hermosas huríes y beberán sin pecar deliciosos néctares alcohólicos.
España y EE.UU. ya no tienen reclutas de reeemplazo. Sus soldados, aunque sean patriotas, cobran por luchar, por lo que no se sabe donde empiezan y terminan los sentimientos y los intereses pecuniarios.
Y así, el sistema de vida occidental podría estar agotándose: no habrá nuevos Adriá, y ni siquiera por dinero hay emotividad juvenil para defender el país. El ministro Bono promete notables aumentos de sueldo para los soldados, pero posiblemente ellos nunca recuperarán el ingenuo, idealista, espíritu de la mili.
España tiene tan poca gente dispuesta a sacrificarse, tanto por fervor nacional como por dinero, que su defensa terminará en manos de mercenarios extranjeros a los que nadie podrá pedirles mayor fidelidad que la que tienen los propios españoles.