Nueva Orleáns, la ciudad colonial frecuentemente embarrada, de música y de cocina cajún, del blues, de Mark Twain piloto por el Misisipi, se reconstruirá, sin duda.
Tras su devastación, y por rechazo al republicano anglosajón Bush, en Europa se resalta su muy evidente reacción débil y tardía ante los efectos del arrasador huracán Katrina.
Medio millón de habitantes de la ciudad, dos tercios de ellos negros. Viviendas de madera, sumamente livianas, como casi todas las casas unifamiliares de las ciudades estadounidenses. Muchas han desaparecido. Y destrucción de unas viejas estructuras en una área caribeña construida a borbotones, espontánea y anárquicamente durante los dos últimos siglos.
Barrios pobres y destartalados, pero típicos y coloristas para la visita de los turistas. Parte de los habitantes marcharon ante la amenaza del huracán. Parte quedó a pesar de las órdenes taxativas de evacuación, y de entre ellos surgieron quienes se lanzaron al pillaje y dispararon contra los grupos de ayuda. Las víctimas y los victimarios eran mayoritariamente negros pobres de esos barrios tan pintorescos que recuerdan el siglo XIX.
Pero los principales responsables del descalabro humano por no imponer la evacuación y no ordenar adecuadamente los servicios y el refugio de esas gentes fueron la gobernadora demócrata de Louisiana, Kathleen Blanco, de origen hispano, y el alcalde demócrata negro, Ray Nagin: ellos poseían la autoridad y responsabilidad, antes que el Gobierno federal, cuyas competencias son limitadas.
Así aparece la principal composición racial estadounidense, y lo que hace grandioso a ese país: anglosajón de derechas, hispana y negro bastante izquierdistas, y cada uno de ellos con sus respectivas responsabilidades.
La pregunta que debe hacerse es por qué, al margen de una creciente prosperidad general entre los afroamericanos, se mantienen aún enormes capas de pobreza entre ellos.
Hay factores que influyen en la perpetuación de esa pobreza que favorece las actitudes violentas, como nos revela el profesor Thomas Sowell, nacido en un paupérrimo gueto de Chicago y el intelectual negro más antidemagogo del país.
Afirma que gran parte de la marginación se debía inicialmente a la segregación de los racistas blancos hasta los años 1960, pero que ahora es tributaria de la segregación positiva no menos dañina que impusieron a partir de entonces los antirracistas blancos con una buena voluntad que resulta contraproducente.
Sowell recuerda que el país se ha vuelto paternalista y aparente protector de las minorías. Concede subsidios que permiten malvivir, lo que mantiene perennemente a millones de negros esclavos de salarios que, aún siendo miserables, no les invitan a buscar trabajo.
Paralelamente, se ha creado un sistema educativo público falsamente progresista que no valora el esfuerzo, por lo que quien nace en una familia o en un medio de vida parasitaria, descolgada del ímpetu por mejorar, perpetúa su descendencia en la pobreza.
Desarmar el orgullo y la dignidad de minorías como la negra, dejarlas inermes, encerradas en grupos que poco a poco quedan dominados por los más violentos, es lo que moldea los pies de barro de EE.UU., dictamina Sowell. Nueva Orleáns fue víctima del huracán y de esa cultura de la derrota.