Acaba agosto y vamos a perder de vista una de las figuras más entrañables de cada verano, el gorrón, personaje que se nos adhiere y consigue que le paguemos sus cotidianos placeres de vinos y tapas.
El gorrón no es personaje literario, como el sablista que pide dinero que nunca devolverá. El gorrón es una lapa que dice despreciar el dinero y que se pega a sus victimas en bares y restaurantes para vivir de ellas.
Pide vinos de excelentes añadas, raciones de jamón y de marisco, y cuando traen la cuenta se hace el despistado, se va a los aseos o recibe una llamada que le obliga a marcharse rápidamente.
Así, un día tras otro, el gorrón explota a su víctima; o a sus víctimas, si es un grupo que no estableció aún el hábito heroico de hacer un fondo para pagar los gastos comunes.
En España hay tantas clases de gorrones como comunidades autónomas: por ejemplo, el andaluz, especialmente el sevillano, es un gorrón gracioso, de buena labia, que suele ganarse la invitación diciendo ingeniosidades. El canario se le parece bastante.
El vasco es fantoche. Habla displicentemente de sus dispendios con importantes dirigentes del PNV en los grandes restaurantes. Pero txupa y no suelta un txabo.
El catalán es soberanista. Siempre recuerda 1713 y a Casanova. Despotrica contra España. Irritado, abandono todo y se va. Su cuenta en europelas, la paga usted.
El gallego es melancólico y pesimista: hace gesto de pagar, pero como se siente explotado por todos, da un desplante, maldice a los estafadores centralistas y le deja la cuenta.
Y así todos. Antes, España era un país de sol, moscas y toros. En estos tiempos de sol, ampara más gorrones que moscas: los ineludibles moscardones que nos torean.