Aunque hubieran visto EE.UU. en cine y televisión, cuando llegan por primera vez allí los españoles exclaman, como tantos extranjeros: “¡Qué gigantesco es todo!”.
Si, todo es enorme: las calles son inmensas, el tamaño de las lavadoras o de los hornos caseros es apabullante, cada persona parece un enorme silo de maíz, hay árboles sequoia por cuya base pasan coches y el Hammer, monstruoso jeep del ejército, es el vehículo familiar de moda.
Es que EE.UU. es 19 veces más grande que España, tiene siete veces su población, trece veces su Producto Interior Bruto (PIB), y su renta per capita es el doble que la española.
Como todo, incluyendo sus errores en política nacional e internacional, las catástrofes en EE.UU. son colosales. Además de hundir Nueva Orleáns y Lusiana, el huracán Katrina afectó a una superficie equivalente a media España.
Una calamidad que provocaría aquí la ruina absoluta y el retraso hasta el siglo XIX, y que obligó a ese poderoso y soberbio país a pedir ayuda a la UE.
Pero como los españoles rara vez tienen sentido de las proporciones, el ministro de Interior, José Antonio Alonso, ha dicho autosatisfecho que España gestionaría el desastre mejor que EE.UU.
Se olvidó de que un reciente incendio de juguete, comparado con los que se dan en los grandes bosques americanos, provocó en Guadalajara once muertos y una destrucción exagerada por falta de medios y de coordinación entre administraciones.
Olvidó también que una ínfima nevada invernal y los puentes laborales dejaron a millones de españoles desamparados y paralizados muchas horas en las carreteras.
Alonso recuerda a Antonio Molina cantando “Como mi España ni hablar” y a Manolo Escobar con “España cañí”: cateto nacionalismo español, aunque afortunadamente menor que la gigantesca patriotería de tantos nacionalistas autonómicos.