Tras la Alianza de Civilizaciones que propone Zapatero, su onerosa segunda ONU que se quedará en nada porque las civilizaciones no dialogan, el Govern catalán quiere crear su Institut Internacional per la Pau, otro burocrático pozo sin fondo con la misma misión.
En ambos casos se trata de mostrar aires de grandeza. Inventándose genialidades adánicas sobre la paz mundial. Ni siquiera habrá paz en el País Vasco si España no se rinde al nacionalismo radical. Si tampoco hay diálogo de civilizaciones para establecer una relación fluida con los gitanos españoles; y ni mucho menos con los inmigrantes musulmanes.
Pero en la Generalitat hay un segundo objetivo, como muestran su creciente y carísima propaganda de autobombo soberanista, su amago de cuerpo diplomático propio, sus espectaculares salidas internacionales con banderas y bandas de música, sus actos de masas al estilo bananero para crear sentimientos patrióticos, sus medios informativos crecientemente intervenidos.
La Generalitat catalana está empeñada en formar una administración paralela a la estatal: “Somos una nación con estructura de Estado”, advirtió Maragall el 11 de septiembre. Todo, porque los políticos regionales, mayoritariamente procedentes de la burguesía protegida durante el franquismo, se creen más importantes e inteligentes que el resto de los españoles.
Por eso quieren gobernar España desde Barcelona, pero utilizando un nuevo arancel, desaparecidos sus antiguos proteccionismos comerciales: imponiéndole a todos el uso del idioma catalán, lo que elimina allí competidores del resto del país. Así pueden crear instituciones separadas solo catalanohablantes de jueces o notarios, pero que tengan toda España abierta a ellos si lo desean.
Lo que explica su enfado frente a muchos españoles que miran con desconfianza a Barcelona y demandan territorios neutros, abiertos, en el que todos sean iguales, tengan las mismas oportunidades y donde nadie sea forastero.