Quien siga los debates sobre el estado de cada comunidad que organizan los parlamentos autonómicos descubrirá por qué va bien o mal cada región y el espíritu de sus políticos.
Comparar cualquier debate en la Comunidad catalana y la madrileña explica cómo, siendo ambas muy parecidas en riqueza y población, una está reduciendo su buena imagen en España y la otra la incrementa.
Y no se trata de que en Cataluña gobierne un tripartito de izquierda socialnacionalista con las derechas catalanista y españolista en la oposición, y que en Madrid gobierne la derecha y tenga a la izquierda en la oposición.
Es que en Barcelona gobierno y oposición son, ante todo, esclavos infelices de signos identitarios y de supuestos agravios históricos, sorprendentes en una región protegida comercialmente por los distintos regímenes españoles, especialmente el franquista. Por eso los catalanes comunes, que son los que tienen el famoso seny, se desinteresan de tal planteamiento.
Madrid, al contrario, que se encontró como comunidad autónoma sin tradición alguna, no tiene identidad que defender y solo va a lo útil, gobierne la derecha o lo haga la izquierda.
Los debates en Barcelona se vuelven tediosos y lacrimógenos alrededor de sueños fallidos. Tratan de de banderas, de gallardetes e himnos vindicativos, para luego ocultar las corrupciones, que también esconde la prensa, descubiertas sin querer por el calenturiento Maragall.
En Madrid, comunidad con menos madrileños que foráneos, la presidenta Esperanza Aguirre y su opositor, el socialista Rafael Simancas, se zarandean con datos, estadísticas, propuestas, denuncias, obras, metro, inmigración, vivienda, sanidad, educación, análisis de promesas: todo se agita y contrasta.
La pasada semana se vio rigor y seriedad en las dos cabezas de la comunidad madrileña y sus conocimientos sobre lo que le interesa al ciudadano, porque en Madrid hacen política para sus habitantes; en Cataluña, no.