Tras sufrir el terrorismo islamista que cambió la vida de sus países, Tony Blair, como antes José María Aznar y anteriormente George W. Bush, proclamaron que el islam es pacifista y que los asesinos de Al-Qaeda son sus apostatas.
Una aseveración voluntarista políticamente correcta para no molestar a grandes masas de musulmanes. Su verdadero pensamiento sobre una religión que se expandió con guerras e invasiones, y de la que Al-Qaeda es una excrecencia natural e incluso lógica, tiene que ser diferente.
Temen que hacer hincapié en que el islam pueda incubar este tipo de tumores despierte en muchos de sus creyentes sentimientos de odio hacia Occidente, llevándoles a aplaudir los atentados masivos de Londres, Madrid y Nueva York. Y los menos comentados, pero constantes, que han organizado desde hace tres décadas.
Realmente, el islam no es una religión de paz, sino la aplicación extremista de antiguos códigos del judaísmo hoy abandonados por esa religión, para aplicarlos a la vida de las tribus nómadas árabes que simultaneaban el comercio y la rapiña.
Una fe que nace con las sangrientas guerras y masacres de Mahoma contra clanes y caravanas rivales para saquearlos e imponerles, a cambio de respetar las vidas de algunos de sus miembros, unos dogmas infalibles e imposibles de discutir o racionalizar: a quien duda se le ejecuta.
Uno de los mandatos es la guerra santa permanente –que muy pocos teólogos musulmanes consideran solamente espiritual-- para seguir ganando mayores botines y ampliar el territorio islamizado hasta dominar el mundo.
Porque según esa doctrina, el mundo en su origen era del islam, y debe volver a islamizarse, a someterse a Alá. Islam significa, precisamente, sumisión ciega e incondicional a Alá.
El Corán es un libro de máximas sumamente belicosas, aunque también algunas pacíficas dedicadas solo a quienes se sometan. Ese texto, unido a abundantes hadizes, o dichos del Profeta muy violentos, inspira la sharía, a la que se añade la grandiosidad del Paraíso prometido y el sistema obsesivo de rezos: todo ello lava fácilmente los cerebros y crea mentalidades fanáticas.
Decir esta verdad es políticamente incorrecto. Los líderes occidentales creen que ocultándola se exorciza a los creyentes para alejarlos de la terrible atracción que pueda ejercer sobre ellos la parte exaltada, violenta y combativa de sus creencias. Pero la situación es ésta, y no como nos gustaría que fuera.