El odio que generaba Aznar en la izquierda española y en los nacionalismos, su torpe reacción ante un desastre inevitable y la demagogia opositora, convirtieron el hundimiento del Prestige, en noviembre de 2002, en la primera causa general contra el Partido Popular, que concluiría con los atentados islamistas del 11M de 2004.
Ahora, la jueza de Corcubión, María Jesús Souto, ha imputado a la empresa propietaria del petrolero, “Universe Maritime Ltd.” la responsabilidad civil directa “de los hechos acaecidos e imputados”.
Pero la información sobre esta actuación judicial ha pasado tenuemente por los medios informativos. Los más beligerantes contra el Gobierno de entonces han callado: el Prestige ya no existe, porque Aznar, un político soberbio y malhumorado, ya no rige este país.
Y no se trata de que fuera buen o mal gobernante, sino que había que hacerle pagar su actitud chulesca y provocativa con alguna gente tan altanera como él.
Tiene razón Rodríguez Zapatero concediéndole importancia al buen talante: es más aceptable cometer desatinos sonriendo que aciertos con cara torva y aire retador.
Si apareciera hoy en Galicia otro Prestige, el actual presidente solo podría tomar dos caminos: alejar el barco, pero más aún de lo que hizo Aznar, o llevarlo a una ría gallega y destruirla para varias décadas.
En ambas situaciones se repetiría el desastre, que podría resultar peor aún que el primero. Y ZP no sería el culpable, como tampoco lo fue Aznar, pero ahora no se montaría un Nunca Máis ni se haría héroe al pirata capitán del barco pirata.
Había que sacarse de encima a Aznar y los suyos. Y se logró después con la ayuda de las bombas islamistas en los trenes madrileños.
También acaban de poner bombas en Londres, pero la oposición británica es diferente a la española. Claro que el PP habría obrado igual de ser la oposición de entonces.