Nota: esta crónica fue escrita horas antes de que se produjeran los atentados islamistas en la capital británica y después de su elección como sede de los JJ.OO. de 2012.
Puritanas ancianas con grandes sombreros que ocultan cabellos de puntillitas amarillas y blancas como huevos fritos, viejo Londres, conviviendo con el nuevo Londres de todas las razas, orígenes y formas de vivir.
Desapareció la soberbia que caracterizaba la capital del imperio de los british con paraguas, bombín, traje diplomático y gruesos zapatos marrones para la lluvia. Ahora es una ciudad abierta, una Nueva York europea sin rascacielos.
Ocho millones de habitantes generalmente amables. Solo están malhumorados los taxistas paquistaníes: como tienen que alimentar a varias mujeres y muchos hijos en su país, se irritan si sus clientes no se dejan robar.
Londres es una ciudad tan libre y sin complejos que acoge a todos como si fueran nativos, con curiosidad adolescente. Algo extraño en un lugar cuya historia se remonta a su fundación por los romanos, a principios de nuestra era.
Le ha robado a la triunfadora prevista, París, la sede olímpica de 2012. Pero también el ser el centro europeo de la cultura: desde las últimas décadas del siglo XX la meta de los creadores ya no es el Sena, sino el Támesis.
Una de las causas del éxito londinense ante el Comité Olímpico Internacional fue que Tony Blair pasó casi tres días haciendo lobby con todos sus miembros. A pesar de haber lanzado la guerra de Irak, o quizás por haberla emprendido junto a un George W. Bush que no defendió a Nueva York, este hombre convenció a la mayoría.
Perdieron su envite quienes esperaban mejor éxito por su oposición a la guerra, Jacques Chirac, y Rodríguez Zapatero, que no gozan del favor de los anglohablantes.
Es duro descubrir que las proclamas pacifistas, por buen talante que expresen, no cuentan en el mundo de las competiciones, donde los deportes son guerras atenuadas.