Soy más libre cuanto más segura está mi vida, decía un eslogan que concienciaba a los británicos durante la II Guerra Mundial para que mantuvieran a oscuras sus casas y sus ciudades, lo que reducía los bombardeos de la aviación alemana.
Los ciudadanos tapaban las ventanas con mantas. Caminaba a tientas. Perdieron la luz nocturna, pero salvaron vidas: los aviones enemigos no sabían dónde atacar.
Muchos británicos creen ahora que están en la III Guerra Mundial. Lo mismo acaba de decir el presidente del Tribunal Supremo y de los jueces españoles, Francisco José Hernando. Saben que los terroristas, además de matar, pueden destruir nuestra civilización. Y llegará el Apocalipsis si consiguen las armas nucleares que tienen ya muy cerca.
Frente al terrorismo islamista, los ciudadanos de las democracias tendrán que volver a sacrificar algunas libertades para conservar el primer derecho humano: el de vivir.
Quienes conocieron las dictaduras se resistirán a perder autonomía. Pero ahora estamos en una situación de emergencia ante esta nueva guerra: habrá que someterse a controles, a cacheos, a vigilancia.
La policía matará por error a algún inocente, como al electricista brasileño demasiado abrigado y asustado que huyó cuando le dieron el alto en Londres. Aunque la mayoría de los ciudadanos apoyará la aplicación de esas medidas. Piensan que es preferible la seguridad de toda la sociedad a la libertad individual absoluta.
Europa está despertando tras medio siglo de paz letárgica. Renace su instinto de supervivencia. La seguridad es un derecho constitucional. Implica la aplicación forzosa de normas que garanticen el buen orden de la vida social. Y como las acciones terroristas se incrementarán, para sobrevivir deberá confiarse en las instituciones democráticas: no rendirse a la barbarie tiene, ciertamente, un coste, pero permite sobrevivir con dignidad.