La muerte en accidente de circulación huyendo de la policía francesa del presunto etarra Imanol Gómez González le importaría muy poco a la ciudadanía si no fuera porque sus conmilitones la aprovechan para reforzar el terrorismo callejero, la kale borroka.
Tampoco le preocupa realmente a los etarras de autoridad y a los nacionalistas de pedigrí, aunque ahora se manifiesten compungidos: quienes tienen apellidos autóctonos vascos ven a los Gómez González, de origen maketo, como a útiles bufones y eficaces matones, siervos que nunca pertenecerán a la aristocracia de la sangre.
Porque el independentismo vasco no es como el de los criollos cosmopolitas en las colonias de algún imperio, sino que forman el único grupo social español que nace del culto a una etnia orgullosa de su sangre limpia de maketos.
La sangre: hasta 1860, solo los vascos no necesitaban demostrar en España la ausencia de sangre judía y mora para acceder al ejército, la justicia, y la alta burocracia.
La desaparición de Gómez González, presentado por los proetarras como un mártir de los dos años sin asesinatos de ETA, permite también analizar los sentimientos que en el común de los españoles provoca que los terroristas se maten a sí mismos.
Gómez se estrelló en una carretera, pero es más común que los etarras mueran en alguna explosión accidental con las bombas que iban a colocar.
Era habitual que sus posibles víctimas reaccionaran ante los medios informativos cínicamente llorosas: “¡Qué gran pena, porque todos los muertos son iguales, qué dolor!”.
Pues, no: que un terrorista se mate accidentalmente no es un drama, sino un motivo de tranquilidad. Basta ya de la hipocresía de lo político-sentimentaloide correcto: cuando un terrorista no consigue satisfacer su instinto criminal, numerosas vidas salvadas.