Moviéndose entre la gente a la que le pusieron bombas un hippy reparte amor y grita ¡Paz, hermano!”. Quiere conseguir que las familias de los muertos y los heridos no miren atrás y que perdonen a los criminales.
¡Paz, hermano!. La policía ha capturado a muchos de los que asesinaron a casi mil personas y provocaron varios miles de mutilados, y el hippy propone dejarlos en libertad si prometen que no volverán a matar.
Muy pocos damnificados aceptan la idea, y otros hippies, gente que no ha sufrido, se indignan con los heridos y familiares de los muertos por rechazar la apremiante exigencia de que perdonen y olviden.
“Haz el amor, no la guerra”, ordenan los hippies como si ese pacifismo fuera natural y no producto del humo que inhalan con la marihuana del poder.
Quizás sea ese humo lo que ha hecho extender la idea entre los hippies de que el cumplimiento de las penas es una venganza fascista contra unos pobres criminales arrepentidos.
Esto es un nuevo Woodstock 69 con música de sardanas y txalapartas, gobernado por supuestos idealistas..., que serían temibles si alguien les quitara su marihuana.
El hippy no quiere saber que ya no le queda paz alguna que ofrecer: ha dejado de inspirarle respeto a los asesinos porque su “hagamos el amor y no la guerra” les parece cursi y cobardica, producto de la fumata del imprevisto mando que ostenta.
Y mientras el hippy repite su mantra de “¡Paz, hermano!”, y ondea la bandera del arco iris, que apareció por primera vez precisamente en Woodstock, los criminales que aún están sueltos y sus amigos ya no se recatan y anuncian: “Estamos ante la gran ocasión de lograr la paz y la independencia por las que luchamos durante tantos años”. Están convencidos de que han vencido y así lo proclaman ante el cadáver de Jon Idígoras, el fracasado novillero Chiquito de Amorebieta.
El hippy no quiere saber que su mundo de paz y amor no existe, que solo es una ilusión temporal marihuanera.