Algo hay de verdad en la creencia generalizada de que las mujeres francesas desprenden una sutil sensualidad, como si estuvieran secretamente consagradas a Afrodita.
Platón creía que había dos Afroditas: Pandermo, diosa del amor vulgar, y Uraniana, del amor puro; bajo esta visión las francesas servirían sucesiva y brevemente a una u otra, y siempre serían sus pupilas.
Obsérvese que se esfuerzan desde la adolescencia en cultivar sus atractivos. Mireille Guiliano, una francesa, bella, elegante y sofisticada, de entre cuarenta y sesenta años, es imposible saberlo, dice que el sello de sus compatriotas es la delgadez: y es cierto que hay muchas menos francesas obesas que de cualquier otra nacionalidad.
Guiliano, representante en Nueva York de los mejores vinos y licores franceses, ha escrito un libro de título llamativo, French Woman Don´t Get Fat, Las francesas no engordan.
Recién nacido, es un gran éxito en los países de habla inglesa, y posiblemente lo será en los de otras lenguas.
Es cierto que las francesas engordan menos. Ella lo atribuye a que desde muy jóvenes comen de todo, menos comida basura, pero siempre con medida, rechazando excesos.
Lo que Mireille Giuliano no revela es que esa esbeltez tiene un enorme costo físico y emocional, según advierten numerosos sicólogos, médicos y las envidiosas mujeres de otras nacionalidades, especialmente las inglesas: el hombre más infiel del mundo es, seguramente, el francés, y las francesas con pareja se esclavizan tratando de que ésta no las engañe con alguna amante.
Mantener el atractivo para evitar traiciones exige disciplina alimentaria y cuidados físicos metódicos y perennes, lo que genera entre tantas francesas esbeltas alteraciones anímicas, elevado número de anoréxicas, de fumadoras compulsivas y una irritación permanente.
La altivez de las francesas es una ira interior provocada por su adorable delgadez.