Si usted le llama fascista públicamente a un demócrata lo deja desconcertado, incapaz de defenderse, y los testigos creerán que el ultrajado es un matón osado y violento. El éxito de los pistoleros radica en disparar primero: quien recibe el insulto muere civilmente.
En España hay muchos especialistas en ejecutar inocentes así. Uno de los más connotados es Eduardo Haro Técglen, pope de una izquierda infantil fácil de catequizar con revoluciones pendientes como las que predicaban José Antonio y Stalin.
El caso es que le llamó cristianofascista a la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, que es una señora demócrata y de derechas, una Margaret Thatcher a la española. Pero eso no es ser fascista.
Al contrario que la gente a la que Haro señala desde El País, ella no se dejó matar ni se acobardó: en carta al mismo periódico Aguirre explicó que lo de ser cristiana es algo íntimo, pero que le indigna que le llamen fascista, porque para ella ese es “un insulto, y de los peores”.
Explica: “Yo siempre he sido, y sigo siendo, inequívocamente liberal, que es la ideología que más perturba a los servidores del totalitarismo”.
“En cambio, la trayectoria de este señor, que es de todos conocida, le ha permitido, dada su longevidad, escribir sin solución de continuidad a favor de los totalitarismos más nefastos de la historia del siglo XX: en su juventud fue falangista y estuvo a favor del fascismo y del franquismo, y en su larga madurez fue defensor del estalinismo y del comunismo”.
Aguirre ha hecho lo que muchos agraviados no se atrevían: recordar pasados como el de Haro Técglen. Es un derecho que debe ejercerse con todos lo que masacran civilmente a tantos demócratas disparándoles impunemente ese epíteto tan peyorativo y peligroso de ¡Fascista!.