Había un arrogante cacique en un pueblo que, protegido por los matones de su familia, había violado ya a la mitad de las mujeres locales. Así que decidió ampliar su campo y acudir a la Capital para seguir practicando su inclinación.
Hombre importante, consiguió citarse con la señora Presidenta, que dijo no temerle, aunque conocía su historial. Una señora sonriente, que suele decir sí por pacifismo, naturaleza o quizás por apatía.
Al verla en su despacho, el cacique pueblerino se encocorotó y decidió violarla inmediatamente. Ella era el poder y si la forzaba, volvería al pueblo como un héroe de la raza entre sus noblotes y majos conmilitones. Cosa de la genética y del Rh. Luego, seguiría sus fechorías por alguna zona cercana y hasta por el extranjero.
La presidenta, con su talante conciliador, le pedía dulcemente que no consumara el acto. Insinuó que aceptaría someterse a otras prácticas, incluyendo la que provocó la destrucción de Sodoma.
Pero el violador no aceptó. Y para mostrar la fuerza de su estirpe prehistórica, de apetencias polivalentes, quiso raptar también al jefe de la Oposición. Que salió llamando a los guardias a gritos.
Qué espectáculo televisado: el país entero lo contemplaba asombrado, mientras los agentes no actuaban porque la presidenta se lo prohibía.
Enseguida llegaron varios amigos de la señora que comenzaron a darle ánimos. Pero no a ella, sino al violador: ellos también querían forzarla.
Así están las cosas hoy: el jefe de la Oposición le exige a la Presidenta que no se deje violar, ella ofrece sinuosamente más y más partes de su cuerpo.
Muchos de los familiares de la buena señora quisieran que se usaran los guardias, pero la dama, paciente y dialogante, sigue subiendo su oferta, mientras crece la histeria del violador.