Días atrás, centenares de pasajeros de un crucero por el Mediterráneo temieron morir porque una avería dejó la nave brincando como cualquier pequeño pesquero que sale todos los atardeceres mar adentro entre bandazos y pantocazos.
El hotel flotante no iba a hundirse: eso solo ocurre cuando hay una gran vía de agua, como la del Titanic. Pero el pasaje gemía enfermo y aterrorizado, y al llegar a puerto la mayoría juró que nunca navegaría fuera de una piscina.
Cuando alguien tiene delante una suculenta merluza, un tierno besugo o unas sardinas nunca piensa que fueron capturados por hombres que para sobrevivir salen a la mar con marejadas y temporales que les golpean por todas partes como un boxeador incansable e inclemente.
Que saben que en cada instante puede tocarles caer entre las olas o hundirse con su barco y sufrir la terrible agonía del ahogamiento, que no es el tributo a Neptuno o a las sirenas que presentan tantos poetas, sino retorcerse entre espantosos estertores durante los minutos de consciencia.
Por eso, lo peor que puede deseársele a un marinero invoca a la mar voraz: “¡Mala mar te coma!”.
Mientras usted lee estas líneas muchos pescadores navegan en un débil casco que pega grandes tumbos mientras trata de extraer algo de pesca. Luego, cuando comemos lo capturado, olvidamos que algunos nunca llegarán a puerto, como los ocho del lucense “Siempre Casina”, o que con mucha frecuencia regresan abatidos y de vacío.
Cuando admiramos golosos un rodaballo, sentimos ansias ante un lenguado o codicia frente a un cabracho deberíamos recordar alguna vez que tales dones se los debemos a esos hombres que cada día luchan por su vida para evitar ser comidos por la mar voraz.
En puerto, el pescado siempre es barato.