Hemos visto imágenes de los malos tratos a los presos iraquíes. Disfrazadas de denuncia social son un excelente negocio: una reproducción de la soldado Lynndie England tirando con una correa de perro de un prisionero a cuatro patas se vende en la feria de arte contemporáneo Arco, de Madrid.
Aquellos eran abusos físicos y morales. Pero en Guantánamo están aplicándole a los prisioneros talibanes capturados en Afganistán tratamientos diferentes que habría que definir.
Los presidiarios son aquellos fanáticos musulmanes que mataban de hambre, a tiros, ahorcándolas o lapidándolas a las mujeres si las veían caminar solas o sin burka, esa cárcel ambulante que las envuelve para que no provoquen a los creyentes poseedores de una sexualidad enloquecida. Recordémoslo: la mujer es un animal inferior que sirve únicamente para producir placer, trabajar, procrear y recibir palizas.
Y ahí están esos brutales místicos, en una esquina de Cuba, prisioneros de soldados norteamericanos, frecuentemente mujeres que adquieren allí la tropical sensualidad guantanamera: náyades infieles sin burka, libres y desvergonzadas.
Que se contonean ante ellos para encrespar sus instintos, provocándoles malos pensamientos: torturas y sadismo sexual psicológico. Parece una nimia venganza feminista en nombre de las mujeres afganas.
He aquí un trabajo para los legisladores de la Convención de Ginebra: el abogado de un talibán ha denunciado que una infiel hurí norteamericana, vestida solo con una camiseta pegada al cuerpo, bailaba ante su defendido preguntándole si iba a confesar secretos talibanescos o quería seguir siendo provocado seis horas más.
Terminarán legislando como crimen de guerra el que las impuras sílfides terrenales dancen guantanameras para torturar la líbido de estos talibanes, asesinos de mujeres, esclavas físicas y mentales.
La legislación dirá que estos exhibicionismos son delito, pero el cinismo hace ver hasta divertidos esos mínimos desagravios.